Josep Vilageliu
El hecho de que dos cortometrajes de quince minutos compartan sesión con otros once muy muy cortos consigue que nos preguntemos por qué la mayoría de los cineastas canarios se mantienen en este espacio de confort y no se atrevan a levantar proyectos de mayor envergadura. La existencia de festivales de cine exprés, al limitar la duración de los cortos por una cuestión meramente práctica (en el Festivalito se realiza una media de cien cortos en una semana y se proyectan todos el último día), o incluso concursos como Visionaria que la limitan a 90 segundos, promueve una gran cantidad de cortos, realizados además en un ambiente de camaradería y buen rollo. En este ambiente festivo se conoce gente y se acepta la colaboración de cineastas, de actores y de actrices desconocidos. Acometer un corto de más de diez minutos, lejos de aquellas semanas de excepción, cuando ya todos han regresado a sus casas y están absortos en sus propios proyectos, es muy complicado. Hay que levantar una producción con un mínimo de personal, además de precisar de un mínimo capital para hacer frente a los gastos de comida y desplazamientos, cuando no de pagar a los técnicos y actores. Para realizar un corto de más de diez minutos hace falta una productora, solicitar ayudas, dar de alta al personal, y no está al alcance de todo el mundo. Y sin embargo…
¿En qué se diferencia un corto cortísimo de otro de quince minutos? Pues que puedes desarrollar mejor los personajes, hacer más compleja la narración, conseguir un tempo para que la historia respire. Hacer un corto cortísimo, uno de 90 segundos, es subir de nivel, algunos les llaman piezas, es un cine conceptual, hay que hallar la imagen que nos cuente más cosas, una idea que llame la atención.
París 70, de Dani Feixes, por ejemplo, nos cuenta una historia, una historia que se desarrolla en el tiempo, la de un hijo que cuida a su madre con Alzheimer, una historia íntima, que se desarrolla en el espacio limitado de una sala de estar y un dormitorio. La madre pregunta cada día por su marido y el hijo tiene que recordarle cada día que ya se fue, que ellos están solos, pero un día inicia un engaño, una fabulación, y ambos, a través del recuerdo suscitado por unas fotografías de viajes, viajan cada día a una capital europea, y en el engaño son felices. El arte del cine es el arte de la fabulación, del engaño.
Verbena, de Adrián González, se desarrolla en una noche, una noche de alcohol y ganas de sexo, jóvenes divirtiéndose en medio de la nada, hombres y mujeres cada uno con sus apetencias y necesidades, en un determinado punto de su vida que no conocemos. Noche de seducción también: miradas, gestos, actitudes. Una sustancia vertida sin que nadie se dé cuenta en un vaso para conseguir lo que uno quiere y alejar la frustración del rechazo. Nada nuevo. Los quince minutos dan para ir generando una cierta incomodidad. Planos generales para ubicar a cada uno, primeros planos de rostros indolentes o enfebrecidos, con ganas de marcha, de diversión, que se atraen o se alejan, que entran y salen del encuadre. Una situación que incomoda al espectador, que lo apela. Una ficción que nos describe una realidad incómoda. Un trabajo producido por una escuela cine, el Instituto del Cine Canarias, en Las Palmas de Gran Canaria.
En el otro extremo, Tour, de Fátima Luzardo, realizado para el concurso Visionaria. Aquí el concepto es crear una discordancia entre lo que se ve y lo que se escucha, una distanciación irónica que propicie una toma de conciencia.
Vuelo a la Tierra, de Ignacio Rodó, es otro tour, en este caso un tour cósmico y didáctico, un acercamiento al planeta Tierra centenares de años después del colapso, para que descendientes de los últimos pobladores del planeta presencien el estado actual, analicen las causas y tomen conciencia, también ellos, de lo ocurrido para no repetir los errores. Se trata también de un corto conceptual, aunque ligeramente más largo, consistente en un único plano de acercamiento a la esfera terráquea, después de haber rebasado la Luna. Hay también aquí una discordancia, aunque de otro tipo, entre este lento acercamiento y la narración del desastre medioambiental acaecido.
Karachy, de Elmer Zambrano, nos promueve un distanciamiento sin pretenderlo, tan solo por estar acompañado por piezas más turbadoras, pues lo que vemos es la representación de un paraje ideal, un ambiente bucólico, donde el agua es abundante, la gente parece ser feliz en sus trabajos, las vacas pacen tranquilas, el cielo es límpido. Y todo ello nos recuerda los paisajes yermos de Fuerteventura que contemplamos en la sesión del sábado, como si ambos fueran cortometrajes complementarios.
La intrincada selva de Indonesia, en Broken Wings, de Jerik Dozy, nos perturba sobremanera. Hay en sus imágenes una belleza abrumadora, que esconde una maldad inherente, la de los cazadores de pájaros, un negocio infame que debe mover mucho dinero. Se nos describe con todo detalle las malas artes con las que se atrapa a las aves, mientras contemplamos a un muchacho chapoteando en un riachuelo, loco de alegría con su cometa en forma de mariposa. La mariposa falsa parece remontar el vuelo, mientras las aves son incapaces de volar, adheridas a las ramas por el pegamento. Cada vez vemos más pájaros enjaulados, una orgía de jaulas, de trinos y de picos asomándose entre los barrotes. El pájaro finalmente volará a la gran ciudad, pero siempre en su jaula. A través de los grandes ventanales podrá contemplar la majestuosidad de los edificios, otra selva.
Los demás cortos ya se vieron en La Palma Rueda, a excepción de Cinco minutos, de Laia Zuazo, un típico corto que consiste en el diálogo entre dos personas, casi siempre chico chica, casi un género dentro de los cortometrajistas, quizás por la comodidad y sencillez de la realización.
Cuatro cortos coinciden en limitarse a una única situación: La actriz Alba Tonini rueda su corto exprés, Gara, en un establo con un caballo que ella acaricia para alejar la tristeza de una separación reciente. En Hermana, Matías Bize rueda un único plano sobre el rostro de una mujer que mantiene una conversación con su hermana con el móvil, al alejarse la cámara descubriremos que se halla junto a su tumba. Perenne, de Jalisse Walraet, se juega en el intercambio de miradas de dos mujeres, una desde la ventana, la otra una paseante ocasional, miradas primero de sorpresa, luego de deseo. En Furtiva, de Silvania C. Suárez, la mujer ejecuta un baile liberador, al acercarse a la cámara descubrimos que se trata de una ama de casa entregada a lavar la ropa.
Dejo para el final dos gamberradas que harán la delicia del espectador, pues siempre apetece una comedia. Atraco a medias, de Iris Carballo, nos cuenta de manera disparatada la preparación y posterior ejecución del robo de un “banco”, con unos actores desaforados. Camarero 2, de Víctor Hubara, levanta una sátira sobre el mundo del cine, la diferencia de trato de los actores protagonistas y los figurantes, siempre intercambiables.
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